Por: Miguel Antonio Bernal V.

“El poder institucionalizado, -nos enseña Rodrigo Borja en su Enciclopedia de la Política-, es el que ha sido despojado de lo personal, caprichoso, incierto y accidental que tuvo desde los albores de la sociedad humana. Uno de los grandes valores del desarrollo político de los pueblos es la previsibilidad del poder, es decir, la posibilidad de saber hasta dónde pueden llegar sus efectos y cuáles son las limitaciones de la autoridad pública. Aquí descansa la seguridad jurídica de los gobernados, o sea  su certeza de ánimo de que no serán molestados sin o cometen actos contrarios a la Ley”.

La democracia degenarada que nos toca vivir en Panamá tiene, hoy por hoy, cero de institucionalidad y, de ahí que la seguridad jurídica de los habitantes dentro del territorio nacional, es cada día más precaria y peligrosa.

La constitución militarista, impuesta en 1972, estableció el culto a la personalidad que había que rendirle al dictador, quien por disposición de la misma (Art. 277) era jefe militar, legislador, juez, procurador, magistrado, contralor y un largo etcétera. Hoy día, su heredero político lleva 34 meses recreándose en su ensimismaiento e imitando en el andar, hablar y actuar, al padre del régimen militar.

Prueba de lo anterior, el estilo de gobierno autoritario y personalista, con concentración de poder político y el culto semidivino que le profesan sus ministros y funcionarios, quienes no pierden ocasión para endiosarlo con la parafernalia acostumbrada.

El culto a la personalidad es la negación más torpe de la institucionalidad, además de ser uno de los motores de la corrupción y de la impunidad. El bestiario de gobernantes que, a nivel mundial aborrecieron la institucionalidad por el culto a su personalidad, es extenso: Stalin, Franco, Hitler, Mussolini, Trujillo, Mao, Idi Amin, Kim Il-sung, Enver Hodja, Bokassa, Mobutu, Hussein, Papa Doc, Marcos y otros tantos tiranos de opereta, que hoy sirven de inspiración al presidencialismo autoritario.

Sabido es, que “los poderosos siempre saben trucar el escenario para el engaño” y abatir la institucionalidad.  Urge entonces la activación de la ciudadanía a través de un proceso constituyente, para otorgar poder a los ciudadanos y a sus espacios de actuación.

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