Panamá ha ingresado en una crisis de singular complejidad, y de alcance aún indeterminado.

En lo más esencial, esa crisis se ha hecho sentir a partir de manifestaciones masivas de descontento social, motivadas por una acumulación de problemas de deterioro económico, inequidad, corrupción y perdida de legitimidad de las instituciones estatales.

Esa acumulación ha debilitado la capacidad del Estado para encarar– como el resto del planeta– el impacto combinado de la pandemia de covid-19 y del desorden en la economía global provocado por las sanciones impuestas por Estados Unidos y la Unión Europea a Rusia tras su intervención militar en Ucrania.

No es la primera vez que el país encara eventos de movilización social como los que han venido ocurriendo. Sin embargo, en aquellas ocasiones se trató de movimientos fragmentados en lo territorial, lo social y lo político.

Eso facilitó, por ejemplo, la brutal represión de que fueron objeto las movilizaciones populares en Bocas del Toro y Colón diez años atrás, así como la búsqueda de salida a los conflictos mediante concesiones parciales.

Hoy nos encontramos ante una situación diferente. Las manifestaciones de descontento ocurren a todo lo largo de la carretera que va de la Capital a la frontera con Costa Rica, y cuentan con el apoyo tanto de organizaciones de trabajadores del Estado– en particular de la educación y de la salud-, como de sindicatos, pequeños y medianos productores agropecuarios, campesinos y de las organizaciones indígenas.

A eso cabe agregar la simpatía de amplios sectores de capas medias, tan agobiados por las deudas como exacerbados por el despilfarro de recursos públicos, el clientelismo político y el nepotismo imperante en múltiples entidades estatales.

Esos sectores coinciden en una misma demanda inmediata, que no puede ser más sencilla: la disminución del precio de los combustibles, de los medicamentos y de la canasta básica de alimentos.

El Estado plantea que ya no dispone de recursos para mayores subsidios a los que han venido siendo otorgados durante la década para paliar la situación de pobreza que afecta a amplios sectores de la población.

Los movilizados argumentan que los subsidios realmente masivos son los que ha venido recibiendo la banca, la construcción y, más recientemente, el turismo de lujo. Y su demanda fundamental ha venido a ser la de un diálogo mutuamente respetuoso con las autoridades, con una agenda y una mediación acordada entre ambas partes.

Por otro lado, si bien a nadie escapa la gravedad de la crisis, aún no se ha iniciado el debate sobre su alcance histórico. Ese momento llegará, sin duda. El conflicto viene haciendo emerger a una nueva generación de dirigentes sociales, y ha propiciado además un nuevo nivel en el debate político.

Aun así, y adelantándose quizás al ritmo de desarrollo de ese debate, cabe plantear que lo que está en crisis en Panamá es el régimen político impuesto por el golpe de Estado ejecutado por las fuerzas armadas de los Estados Unidos en diciembre de 1989.

Ese golpe de Estado tuvo dos objetivos. El primero consistió en derrocar al régimen militar sustentado en una alianza entre la lumpenburguesía y el lumpenproletariado urbano, y encabezado por el Estado Mayor de las Fuerzas de Defensa de Panamá, cuya existencia llegó entonces a su fin. El segundo fue instalar en el poder a la coalición conservadora que había resultado vencedora en las elecciones de mayo de ese mismo año, en las que salió derrotado el candidato del régimen militar, que inmediatamente procedió a desconocer el resultado de aquellos comicios.

Aquel gobierno destacó en varios campos. Uno fue la restauración institucional de una democracia liberal. Otro fue la eliminación por vía constitucional de las fuerzas armadas de Panamá, con la asesoría del expresidente costarricense Oscar Arias. Y el tercero fue la imposición de un régimen neoliberal en lo económico y conservador en lo político, que recurrió al apoyo eclesial y evangélico como placebo ideológico de su gestión.

Esa gestión no careció de originalidad. La privatización de empresas públicas conservó para el Estado una parte importante de sus acciones, y la operación del Canal interoceánico– que pasaba al Estado panameño según lo acordado en los Tratados Torrijos-Carter– fue preservada de la voracidad oligárquica mediante una reforma constitucional que creó una Autoridad del Canal de Panamá, dotada de una Junta Directiva de claro corte empresarial.

Ese impulso innovador alcanzó su cúspide entre 1994 y 1999. A partir de allí, empezó a desmoronarse en los años subsiguientes, marcados por el fortalecimiento del carácter conservador-eclesiástico en el Estado, y por la renovación de los vínculos entre sectores empresariales emergentes y el lumpenproletariado, que aceleraron el retorno a las viejas prácticas clientelares de la política panameña.

En el proceso, la cultura política del país acentuó la miopía pragmática característica del liberalismo oligárquico (neo o paleo, escoja usted), y se perdieron de vista tres problemas fundamentales. Uno, cómo se insertaría el Canal en la economía nacional. Otro, cómo se insertaría esa economía en el proceso de globalización. Y, el tercero y más importante, cómo tendría que cambiar la sociedad en cualquiera de esas opciones que fuera escogida por los sectores dominantes. Estos llegarán a ser, sin duda, temas fundamentales en una agenda nacional futura.

Entretanto, el país demanda ya una salida con todos y para el bien de todos aquellos que se sienten comprometidos con la tarea de culminar la construcción de una República a la vez equitativa y soberana, que favorezca el pleno desarrollo humano de todos sus habitantes.

Esta es, en verdad, la lección mayor que ya nos ofrece esta crisis, la cual con todos sus males nos ha revelado, también, que ya existen entre nosotros la voluntad y las virtudes necesarias para asumir esa tarea, que quizás se vea postergada una vez más, pero ya no puede ser descartada.

Por: Guillermo Castro H./Prensa Latina.

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