Por: Miguel Antonio Bernal.

Antes de ayer se cumplieron 43 años de la salvaje golpiza que, con intenciones de matarme, perpetraron  tenebrosos integrantes del G-2 y la Guardia Nacional.  Torrijos y su Gobierno, habían aceptado gustosos la imposición del Gobierno de Jimmy Carter de “dar asilo” al Sha de Irán en Panamá.

Desde su arribo a nuestro suelo patrio, el sábado 15 de diciembre de 1979, la población panameña expresó su desagrado por tal decisión.

Algunos comentaristas radiales convocamos a una manifestación pacífica para el miércoles 19 ante la Iglesia Don Bosco, en repudio a su presencia. El día anterior, habían secuestrado a Betito Quirós con intención de matarlo… Poco antes de las cuatro de la tarde de ese día, varias decenas de personas habían comenzado a reunirse en el atrio de la Iglesia Don Bosco. También fueron concentrándose, a cierta distancia, numerosos radiopatrullas y motociclistas de la Guardia Nacional, todos con arreos de combate.  Se notaba también la presencia de un sinnúmero de agentes del G-2, la mayoría de ellos díficiles de identificar pues vestían de civil.

Los, entonces, mayores Julián Melo y Roberto Armijo nos comunicaron que “por órdenes superiores la manifestación no podía celebrarse”.  Al solicitarles que mostraran la orden legal que servía de fundamento a la prohibición, su sola respuesta fue que eran “órdenes superiores” y que si había manifestación, “pagarán las consecuencias”.

No bien habíamos empezado a agruparnos para marchar, se dejó oír el ruido ensordecedor de más de 20 motorcicletas del Tránsito, al tiempo que las mismas avanzaban hacia el público.  Como consecuencia se produjo el pánico y los manifestantes corrieron.  Las motorcicletas se detuvieron a escasos metros de dónde yo me encontraba. Megáfono en mano, caminé hacia los guardias con el propósito de parlamentar.  En fracciones de segundo, con una ferocidad inaudita, manguera en mano y vociferando un torbellino de vulgaridades y a los gritos de: “Aquí está Bernal, pegale, matalo”, los motociclistas se me echaron encima apoyados por numerosos G-2 y otra serie de elementos armados y en civil.  Unos a otros se empujaban para poder golpearme.  Los manguerazos, puñetazos, puntapiés, cayeron sobre mí con furia brutal.  Eran demasiados, era una mancha inmensa con uniformes y mangueras que golpeaba y golpeaba, sin ningún escrúpulo, que me levantaban cuando caía para seguir golpeándome, que me arrastraban de un lado a otro impacientemente sin dejar de agredir una sola vez por todo el cuerpo.

La brutal golpiza alcanzó también a Victor Navas King, quien intervino en forma desesperada para tratar de sacarme del círculo mortal, como también lo hiciera Doña Elvia Lefevre de Wirz y otra dama desconocida.  A lo lejos se escuchaban los gritos del público indignado e inerme que se confundían con las voces de los verdugos que repetían hasta el cansancio: “¡Pégale, Mátalo!”.  El más feroz de todos era el que comandaba la agresión: Fritz Gibson Parrish, y que luego se supo era conocido con el significativo apodo de “Sangre”.

En estado de inconciencia se me condujo al Cuartel Central y mucho tiempo después, al Hospital Santo Tomás dónde los medicos me dieron, durante varios días, la atención que me salvaría la vida.

La represión violenta que aquí narro no fue, lamentablemente, un hecho aislado, fue un capítulo que años más tarde se repetiría, con igual o mayor crueldad, contra numerosas víctimas.

Los responsables directos de la agresión fueron debidamente denunciados públicamente por mí en numerosas oportunidades y, finalmente, ante las autoridades judiciales en 1990. A pesar de todas las pruebas testimoniales, fotográficas, médicas, videos y demás, se decretó la prescripción de la acción penal por los delitos contra las libertades públicas, libertad individual, abuso de autoridad e infracción de los deberes de los funcionarios públicos, de asociación de malhechores y de lesiones personales. Por su parte, el dos de febrero de 1994, el Segundo Tribunal de Justicia, “administrando justicia en nombre de la República y por autoridad de la Ley“, haciendo suyo el adagio “summum ius, summa iniuria”, negó la apelación y confirmó la decisión, dejando así en la más absoluta impunidad los delitos perpetrados.

Cuarenta y tres años después, siguen “los mismos con las mismas” y es doloroso constatar que… aún no hay jueces en Berlín.

(Este artículo es responsabilidad de su autor).

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