Los menores son esclavos principalmente de las industrias manufacturera, agrícola y minera.
“No tengo tiempo para jugar o ver a mis amigos, porque termino de trabajar a medianoche“, cuenta Hamada, de 13 años. Este joven de Alepo empezó a trabajar con 11 años en un taller de bolsos de la ciudad al salir del colegio.
Bolsos, minerales, café, azúcar y un largo etcétera. Niños como Hamada están detrás de muchos de esos productos que acaban en nuestras manos. Su testimonio, es la viva imagen de la lacra que sufren uno de cada 10 niños en todo el mundo, el trabajo infantil.
Concretamente, cerca de 63 millones de niñas y 97 millones de niños, según las últimas estimaciones de la Organización Internacional del Trabajo (OIT) y UNICEF, están trabajando cuando tendrían que estar en el colegio o jugando.
“Unos números que deberían preocuparnos a todos“, denuncia la responsable de Cadenas de Suministro Sostenibles de Save the Children en Alemania, Anne Reiner, en una entrevista. Reiner recuerda que en muchos casos están trabajando para abastecer a otras personas.
“La ropa que llevamos, las baterías de nuestros coches o los alimentos que comemos pueden haberse producido a expensas de niños y niñas“, sentencia. Algo que “destruye el desarrollo sano porque se les priva del acceso a los derechos que tienen reconocidos“.
Con oficio, pero sin infancia
“Hay muchas formas de trabajo infantil“, destaca la responsable de Protección Infantil de Unicef Bolivia, Virginia Pérez, a RTVE.es. Para ellos los principales pilares que marcan la diferencia son la salud y la educación. Cuando alguno de esos factores está en juego, el trabajo es totalmente “inaceptable desde cualquier institución de Naciones Unidas”.
En el mundo hay 160 millones de niños con oficio pero sin infancia, aunque las cifras reales podrían ser más. De ellos, casi la mitad realizan trabajos que ponen en riesgo su salud y sus vidas. Las peores formas van desde la esclavitud, al reclutamiento forzoso para conflictos armados, pasando por la prostitución o la producción y tráfico de estupefacientes.
Pero aun sin estar expuestos a esas formas de trabajo, se enfrentan a múltiples riesgos. Las industrias manufacturera, agrícola y minera se llevan la palma por la presencia de niños en sus cadenas de suministro. Ahí los niños están expuestos a jornadas interminables, cargas pesadas, sustancias tóxicas o al abuso por parte de los adultos.
De Bolivia se exporta algo de cacao y café a otras zonas, explica Virginia Pérez, y muchos de esos productos “no tienen un mecanismo de control que pueda asegurar que los productos están libres de ese trabajo infantil“.
Seguramente haber comido cacao o bebido de ese café “ha alimentado el trabajo, la explotación y la violencia infantil“, sostiene Pérez.
Secuelas físicas y psicológicas, principal lastre
No solo una infancia robada, el trabajo infantil deja secuelas físicas y psicológicas en la mayoría de las ocasiones.
Los menores que se ven forzados a trabajar “no se han desarrollado totalmente físicamente y eso afecta negativamente a su salud, llevándolos a sufrir enfermedades o dolencias crónicas“, cuenta la directora general de la ONG Educo, Pilar Orenes.
En el plano psicológico la situación es similar, los niños maduran prematuramente y acaban teniendo problemas de autoestima, para relacionarse e incluso para adaptarse a la sociedad. “Se les está privando de espacios, de refuerzos emocionales, de temas relacionales con otros niños y niñas de su edad, que son claves, no solamente para el desarrollo, sino también para abrir espacios emocionales que son muy importantes“, sentencia la directora.
Esa es la historia de Ahmad, un joven sirio de 13 años, que empezó a trabajar para mantener a su familia después de que su padre sufriera un accidente. “Pastoreaba las ovejas de nuestros vecinos todos los días, desde primera hora de la mañana hasta la puesta de sol. Era agotador, pero lo que más me entristecía era faltar a la escuela. También echaba de menos a mis amigos“, cuenta Ahmad.
En el verano de 2021, empezó a hacer uso de los servicios educativos disponibles en un centro de Quneitra apoyado por UNICEF. “Estaba abrumado por reanudar mis estudios, pero no fue solo eso. Sentí que volvía a llevar una vida normal, a encontrarme con amigos de mi edad y a hacer actividades como deportes, manualidades y pintura“, recuerda Ahmad. “Gané más confianza en mí mismo, y todo eso me dio alegría“.
Otro de los principales lastres es la perpetuación de la pobreza. “Uno de cada tres niños que está trabajando no va al colegio y no adquiere conocimientos y habilidades que le pueden abrir las puertas a un mundo de oportunidades“, matiza Orenes.
La erradicación es posible
Se está viendo un estancamiento en el progreso hacia la eliminación del trabajo infantil, y desde organizaciones como la OIT son conscientes de que “va a llevar más años de los previstos, y va a requerir una inversión más fuerte por parte, sobre todo de los gobiernos que no están invirtiendo los recursos necesarios para acabar con el trabajo infantil“, explica el especialista en trabajo infantil de la OIT, Benjamin Smith.
El aumento de las crisis humanitarias y conflictos no ayuda, ya que el riesgo de trabajo infantil en estos contextos es tres veces superior a la media mundial. Pero hay esperanza: “Sabemos que se puede“, confirma el especialista.
Y hay evidencias que lo muestran. “Con una buena educación, políticas fuertes y enfoque en promover el trabajo decente para adultos, ya hemos visto que se puede, entonces no hay que perder la fe“, explica Smith.
La muestra de eso sale de sus propias vivencias. Rememorando sus años trabajando se evade a India. Allí conoció a un niño que trabaja en las minas y, tras ser rescatado de aquel escenario de horror, pudo ir al colegio. Hoy en día es abogado y lucha en su país contra el trabajo infantil. A pesar de las piedras en el camino, “son capaces de salir adelante y conseguir la educación y una vida buena, al final de todo eso“, sentencia Smith.
Acciones unidas para luchar contra ello
Pero los niños en esta situación no pueden salir adelante solos. Necesitan ayuda y ahí entran las pequeñas acciones individuales y las grandes acciones por parte de las empresas y gobiernos.
Acciones que solo cobran sentido si van unidas: “Los gobiernos tienen que hacer más para reforzar el país, las empresas tienen que replantearse sus prácticas de abastecimiento y los ciudadanos tenemos que hacer que nuestros gobiernos y empresas rindan más cuentas“, explica Anne Reiner.
Es fundamental invertir en cooperación al desarrollo, en educación y en una mayor transparencia dentro de las cadenas de suministros. Mientras que, como consumidor, “es importante ser crítico y mirar entre bastidores para comprobar que detrás de lo que se está comprando no haya trabajo infantil“, sentencia Reigner.
Las cosas pueden mejorar, que sea difícil no significa que no pueda hacerse.
LUCÍA GONZÁLEZ/RTVE.es