Por: Juan José Ramos

El Domingo de Ramos marca el inicio de la Semana Santa, yo, como laico, quizás, no tan comprometido, internalizo que en “La Semana Mayor,” se da un recorrido sagrado donde contemplamos el amor sin medida de Jesús. El evangelio del día nos presenta a un Mesías que entra en Jerusalén no con ínfulas de poder, sino montado en un asno, como símbolo de humildad y paz. En el recorrido de su entrada triunfal la multitud lo aclama, pero vemos aquí que muy pronto esa misma voz colectiva de vítores y alabanzas se torna en rechazos condenatorios de cruz. Este contraste entre gloria y sufrimiento nos invita a cada uno de nosotros mis amados y queridos lectores, a reflexionar sobre las realidades humanas más cercanas: entre ellas, LA FAMILIA.

LA FAMILIA, como núcleo de la sociedad y escuela de amor, es también un Jerusalén viva. En la familia se celebran los momentos de gozo, pero también se viven pruebas, incomprensiones y silencios. En el Evangelio, Jesús no rehúye el sufrimiento, sino que lo abraza. De igual forma, la familia no es perfecta, pero es el lugar donde se forja el amor verdadero: ese que perdona, que espera, que no se rinde y que jamás te abandona.

Así como Cristo entro en Jerusalén rodeado de aclamaciones, cada familia también tiene sus momentos de celebración, donde la unidad y la alegría florecen. Pero el verdadero desafío es mantenerse firme en la entrega mutua cuando llegan los momentos de cruz: enfermedades, tensiones económicas, tropiezos con la justicia, diferencias de opinión o decisiones difíciles. Allí es donde el espíritu del Domingo de Ramos cobra vida en nuestros hogares.

Según mi perspectiva de la verdad, la familia cristiana esta llamada a ser signo de esperanza, imitando la mansedumbre de Jesús. Aquí no pretendo sugerir que tratemos de esconder las dificultades o entrar en negación, sino, ser resilientes y enfrentar esos momentos de cruz desde el amor que se da sin esperar nada a cambio. Los papas o mamas, como Cristo, estamos llamados a guiar con humildad: los hijos, a aprender de la vocación del servicio, y todos, a vivir con la certeza de que el sacrificio compartido es semilla de resurrección.

Este Domingo de Ramos, cuando sostenemos nuestros ramos bendecidos, físicos o simbólicos, pensemos en nuestras familias como esos mismos ramos: frágiles, sí, pero capaces de alabar, proteger y dar vida si están enraizados en Dios. Que esta Semana Santa sea una oportunidad para reconciliarnos, para perdonarnos y para caminar juntos hacia una Pascua familiar más luminosa.

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