Por: Juan Manuel Castulovich. Jurista
Seguiré insistiendo en que muchos podemos estar de acuerdo en que nuestra Constitución debe ser reformada; pero también, y por la otra parte, que cualquier iniciativa que se pretenda promover en ese sentido, debe encausarse de acuerdo al orden secuencial que mejor sirva a ese propósito. Por consiguiente, luego de que el presidente, en la conferencia de prensa del pasado 1 de agosto, definiera la ruta que su gobierno piensa seguir, considero oportuno los siguientes comentarios.
Primero: Según expresó, su intención es que, hacia el final de su mandato, Panamá tenga una Constitución que rija, a partir del 2029, de manera que no afecte los períodos de las actuales autoridades.
Segundo: Describió el proceso para llegar a ese resultado en varias etapas, que comenzarán a cumplirse, sin precisar ningún cronograma, a partir de enero del 2025:
Una primera etapa de “alfabetización constitucional”, durante la cual se explicará, ¿Cómo funcionan las constituciones?
Una segunda etapa “para los debates”, en la que hay que suponer que se recibirán las propuestas de reformas y durante la cual estas serán discutidas públicamente.
La convocatoria de las elecciones para elegir la Asamblea Constituyente, que no sería “paralela”, pues, según afirmó estas no son “asambleas constituyentes”.
Las sesiones de la Asamblea Constituyente, sin precisar cuál sería su duración.
La promulgación de la Constitución, al final de su mandato.
Tercero: No hizo ninguna referencia a si el texto que pudiera aprobar la Asamblea Constituyente sería sometido a una consulta popular.
De acuerdo a esa secuencia, los textos específicos del futuro estatuto constitucional, según se colige de las explicaciones presidenciales, serán los que determine “la Asamblea Constituyente”; por tanto, lo que eventualmente se cambiaría de la Constitución vigente, solo sería conocido al final del proceso propuesto. En otras palabras, si lo que se reformaría solo vendría a ser conocido cuando la “Asamblea Constituyente” concluya sus deliberaciones y las apruebe, se estarían posponiendo para el final determinar lo “qué se reformaría”, anteponiéndole las etapas que, lógicamente, debieran ser posteriores a esa definición. En otras palabras, se daría primacía a “cómo” y “cuando” hacer los cambios constitucionales, sin previamente haber respondido a la pregunta esencial, con la que se debe partir cualquier proceso constituyente: ¿Qué es lo que se justifica cambiar del texto constitucional vigente y por qué?
En varios artículos en los que me he referido a las posibles reformas del estatuto constitucional vigente he insistido y lo vuelvo a proponer: Que antes de decidir, tanto la vía para realizarlas como el momento oportuno, antes debe definirse, y con la mayor claridad y precisión posible cuáles son las reformas, conceptuales, y desde luego no adjetivas, que se considera necesario introducir en nuestro régimen constitucional. La envergadura y trascendencia de estas es la que debe determinar “cómo” y “cuando” es más conveniente realizarlas.
Fundamental sería que el Órgano Ejecutivo, o el vocero que lo represente, antes y como paso previo a la iniciación de cualquier proceso reformatorio, le presente al país, de manera sucinta, cuáles son los cambios específicos que considera que necesita la Constitución vigente y que por definidos estos, entonces, de acuerdo a su cantidad e importancia, se abra al debate público el escogimiento de la vía y el tiempo oportuno más conveniente para adoptarlos. En otras palabras, que primero se aclare el “que y el por qué” y que después definamos “cómo” y “cuándo”.